2.2.23

II

Nos conocimos más jóvenes de lo que pensábamos. La única certeza que tengo de aquellos años es que nos creíamos mayores y solo éramos unos críos, y ni esos años ni esa infancia volverán; nos han hecho olvidarlos a golpes. La soledad se clavó en la piel pese a que nunca estuvimos solos, las heridas eran profundas y manaban riachuelos pero no nos dábamos cuenta, no se daban cuenta pese a que gritásemos; la boca abierta, los ojos cerrados, los puños apretados. La boca cerrada. Los ojos, grandes espejos en los que nadie quería verse reflejado; el corazón encogido, las manos temblorosas. 

Ningún grito fue atendido.

Si nos preguntan sonreímos; el mundo gira, el show continúa, la inocencia es una cáscara vacía pero seguimos haciéndonos los sordos. Pasamos en silencio y sin hacer ruido o en formato tornado; yo he hecho mucho ruido, créeme, he roto cristales y partido cerraduras y he corrido, he llorado, he abierto heridas nuevas, he matado, porque la conciencia también es la muerte. El saber que... que nunca será. 

Hice tanto ruido que creyeron que celebraba la vida y solo aplaudía a la rabia, hice tantísimo ruido que me quedé afónico, que me quedé sordo, que ya no me oigo ni a mí; ya no soy capaz de oír mi propio grito. Ya no sé si estoy gritando. Me casé con mis demonios; cada noche, tantas lunas como pude. Hasta que entré en la rueda infinita, de la que no conseguí salir más. 

Perdí mucho más de lo que soy capaz de admitir o de asumir. Lo digo ahora, le pongo nombre, le doy una identidad; perdí aquello que tenía que amar y me enseñaron a odiar. Y ahora lo echo de menos, tanto como un niño añora a su madre en las noches de tormenta, en las noches de pesadilla. 

Nos conocimos tan jóvenes... nos conocimos la primera vez que miramos un espejo con la conciencia del ser, de la existencia. Y ahora evitamos los espejos, ¿no es curioso? Ahora que somos, más que nunca, conocedores de lo que vivir significa. Ahora que sabemos que vivir y sobrevivir no son lo mismo aunque se confundan tan fácilmente.