Eché la culpa al viento que volaba conmigo de las lágrimas que escapaban de mis ojos, porque es más fácil así. También lo condenaría por la risa que se me escapó, por el aire que entraba en mis pulmones, por la sangre punzando, bullendo bajo la piel. Le eché la culpa al viento de mi existencia, en ese mismo instante, sólo algo intangible podía cargar con el peso de mi vida.
No supe cómo frenar mi carrera, no vi el precipicio al final del trayecto, el agua de mar que colgaba de mis párpados no me dejó hacerlo, no temí nada anterior a aquello, nada. Todo quedaba tras una cortina de humo de procedencia desconocida, todo quedaba tras el impulso que mis piernas, doloridas, me daban. Tras la fatiga y la rabia que siempre me ha consumido. No creí que después fuera a querer volver al punto muerto del que acababa de salir.
Dirán que soy una suicida, una suicida de mar, de aire, una suicida de a pie. Pero no me molesté en frenar antes de llegar al desfiladero, me atrajo la idea de quedarme sostenida en el aire por una fracción de segundo, de ser consciente de mí misma por primera vez en mucho tiempo. Me atrajo la caída, la colisión. No porque fuera amiga de la muerte, no porque buscara una salida, simplemente me pareció lo más bello del mundo, la caída.
Joder, número impar, me has puesto los pelos de punta.
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