—Se ha
terminado el chocolate —El cuerpo de dios enfermo que hay a su lado se eleva,
como una pluma y una roca, todo a la vez— ¡Y el ron!
Y ríe con
malicia, él odia levantarse de la cama los sábados por la mañana.
Su mirada
es excitante, es el vino de la copa, chispeante y oscuro. Como sangre caliente
deslizándose por la garganta.
-El vicio
no es bueno, querida—Vuelve con ambas cosas.— No si no hablamos de mí.
Cabrón.
Oyen un
quejido y miran al lado de la cama, en el suelo. Una maraña de cuerpos comienzan
a desperezarse y desenrollarse. Están cubiertos de los vicios de la pasada
noche. Hay mentira; y odio y rabia. Hay sudor y alcohol. Hay saliva de las
lenguas de todos ellos; lágrimas y sangre.
Mina abre
la botella de ron y mordisquea el chocolate. Han protagonizado una orgía de
corazones sedientos de latidos, del tic-tac del reloj. Son cuerpos inmortales,
jaulas de nieve; ceniza y sal.
Dio
observa a la mortal que yace en su cama, ella guarda una llama en su vientre;
un fuego eterno y ancestral que le cobija por las noches y le abrasa el
corazón. Ahí yacen los barcos de todos sus naufragios. Ella cobija su ego y él
la lleva al éxtasis y la convierte en adicta a unas caricias prohibidas, es un
acuerdo tácito; locura a cambio de algo que rompa su monotonía, algo que
sostenga su eternidad.
Cuando
suena la música sus cuerpos se convierten en un ritual tan antiguo como el
tiempo, dos espíritus libres. Cada uno con sus espinas, sus fantasmas. Que se
elevan y claman a los Dioses la guerra; que claman la muerte, la locura, y
claman la sangre caliente; el vino dulce en la copa de sus caderas. El fuego en
el fondo de los ojos.
Cuando se
cruzan sus miradas la noche y el día quedan reducidos a la nada y los Dioses
escuchan. El cuervo alza el vuelo, carroñero de sueños y esperanzas muertas. La
rosa se marchita, el color de los ojos de él se vierte en el cuello de ella y
corroe una piel virgen, casi virgen. Casi corrompida. Casi humana. Casi.
Porque
cuando él abre sus brazos, ella olvida quién y cómo, dónde y por qué, y se deja
hacer el amor y el vicio, el amor y el odio. El amor y la rabia. El amor, al
fin y al cabo. El sentimiento más primitivo y errático.
Son como
perros apaleados, son fieras; salvajes, indomables, sedientas y hambrientas.
Furtivas, enfurecidas. Son instinto y piel, piel humana y animal.
Los
cuerpos que se mueven a cámara lenta por la habitación no son más que relleno,
la guerra se libra en la unión de dos personas, en la inmortalidad de él y la
mordacidad de ella. La guerra comienza allí y también acaba, sin ganadores ni
excusas. Sin acuerdos de paz —sino con la promesa de más batallas—, porque
ambos son vencidos y vencedores, y ambos están cubiertos de vino.

Si no te lo dije antes te lo digo ahora: Es una pasada.
ResponderEliminarLa he recordado, y coincido con Elito.
ResponderEliminarNo escribes mejor porque creo que es imposible ♥
'Y porque me dice cosas guarras y cosas románticas, al mismo tiempo, a partes iguales'. A eso me ha recordado.
ResponderEliminarPrecioso. Deverdad.
Tienes una manera de escribir muy propia, de verdad. Espero que nunca pierdas el toque, porque consigues hacernos creer que los mortales son deidades.
ResponderEliminarUn texto con mucha fuerza.
ResponderEliminarUn abrazo.