El miedo es el temblor en tus extremidades
superiores. El sexo en tu cadera, en la unión entre nuestros cuerpos. La jodida
e interminable pendiente de tus piernas, el infierno alojado entre tus muslos.
Es el color rojo. Y muerto. Aunque el cuervo pinte sus plumas del blanco más
virgen, no borrará la perversión de su alma, no hará el trago más ligero. El
tiempo no se para y espera, la juventud no es eterna, el verano lo es todavía
menos.
Sigues deseando que llueva de puertas
hacia dentro, sigue lloviendo sobre los adoquines de la plaza donde jugábamos
de niños, se hiela el suelo de la cocina donde lloras, arden las sábanas donde
somos cómplices de asesinar nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro.
Nos atenazan las emociones aquí, donde nadie las ve. El ave carroñera alza el
vuelo, furiosa, tras haber devorado los restos del cadáver, impávido. Y quedan
allí despojos de una vida que ya no siente. Pero es mentira, porque somos
capaces de calcinar nuestras lágrimas, nuestras sonrisas, y entonces los huesos
pueden contar historias. Al igual que las páginas amarillentas de un libro; con
tinta indeleble, que no entiende del paso del tiempo.
Somos el agua del riachuelo que baja
fresca por la ladera de la montaña. Pero también somos nuestro mayor terror. Soy
el cuervo. El blanco. Y el rojo. Y el cadáver. Lo efímero del sexo, del orgasmo
de él, y de ella.
Lo eterno de las lágrimas que vierten cada noche al otro lado de la línea telefónica.
Lo eterno de las lágrimas que vierten cada noche al otro lado de la línea telefónica.
(rescatado del fondo del cajón)
Somos todo y somos nada.
ResponderEliminarMe encanta como escribes, aquí me quedo(:
abrazos ( de oso )
rescata más cosas de tus cajones, que nos alegran los días
ResponderEliminar♥
Simplemente genial.
ResponderEliminarSaludos desde el ático...
Algo tienes que me recuerda a Edgar Allan Poe.
ResponderEliminarY no precisamente por el cuervo.
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