16.1.19

Milk.

Suelo dar de comer a los gatos callejeros. Soy alérgica a los gatos, pero no puedo evitar sentir simpatía por ellos; yo también soy huésped del asfalto, también hija de los rascacielos. No busco comida en la basura, pero me siento al lado de esos hombres rancios en el bar de la esquina. Buscan compañía, pero no esa clase de compañía, una voz calmada sale de los altavoces del local, es una canción lenta. A E. parece gustarle. Balancea el vaso de whisky y mira al infinito, murmura, llevamos dos horas así, medio en silencio. No ha alzado la voz ni para pedir el whisky ni para invitarme al bocadillo. Tampoco se ha girado cuando he entrado -no como el resto de personas que están aquí esta noche. Pero sé que quiere compañía. Lo noto en los hombros, ¿sabes? Su espalda huesuda parece querer refugiarse del aire, está encogido, agazapado. Un gran bulto de cuero y tela vaquera pegado a la barra. 

A E. le duele el aliento y por eso lo cuida tanto. A mí me duelen las muñecas, he devorado el bocadillo y el vaso de leche que me ha servido la camarera. No entiendo por qué ha pensado en darme leche, quizá me parezco más a mis gatos de lo que creía; me relamo lentamente los labios. Leche fresca. 
Mi compañero de insomnio sigue murmurando, me pregunto para quién son todas esas palabras, ese esfuerzo por deslizar el aire hacia sus labios y darle forma. Los hombros se han relajado notablemente, y el whisky parece no terminarse nunca. Me quedo quieta y, sin querer, giro un poco la cabeza y doblo el cuello hacia él, con cuidado, no quiero cortar su letanía.

La voz de la radio se va atenuando por momentos y la canción llega a su fin, cuando me quiero dar cuenta tengo otro vaso de leche frente a mí. Mi alma maúlla.